Basta solo con un solo ojo para observar lo que realmente es importante.

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viernes, 21 de junio de 2019

Perdí el vuelo

Me enamoré de una mochilera. Al principio todo fluía, quizás el agua era turbia pero aún no había una represa.
Pero qué ingenuo fuí o cómo me iba a dar cuenta a que se dedicaba si nunca traía su mochila puesta, ni mapas indicando lugares o binoculares de esos que usan los viajeros. En fin, no me dí cuenta. Ella extrovertida al punto de sumergir los pies en miel y volar por ahí, nunca me habló de países u otros mundos, como para que yo sospechara. Ahora que lo pienso debo haber quedado como un idiota al hacerle saber mi interés sobre los tulipanes en Holanda, o el río Amazonas en Brazil. Ahora que lo pienso...me insinuaba una risa picaresca cada vez que hablábamos de horizontes, cielos y tierras lejanas. Es que esos pies ya habían marcado mucha tierra seca, quizás esa nariz ya había olfateado las partículas de los crujientes panes calientes en Francia o esa boca, esa boca tan delicada y detalladamente formada, ya habría probado el pollo frito en Los Ángeles.
Me enteré a que se dedicaba cuando una tarde me comentó con grandes signos de exclamación que salían de su boca, que se iba. Se iba de viaje por el continente del saber y la paz interior, se iba a terapia. Me comentó que ahí gobernaba un sujeto que era extraordinario en enseñarte a bucear en ríos neurológicos y caminar sobre volcanes de glóbulos explosivos.
La esperé todo ese tiempo, cada mañana me levantaba con la ilusión de encontrar ese continente en el mapa, mientras me sumergía en documentales de Carl Sagan y pues por ahí viajar en su nave del saber. El queso lo untaba lentamente en el pan lactal y ella estaba ahí, deslizándose por furiosas olas de queso espeso, o como olvidarme cuando dejaba abierto la canilla del baño, pero solo goteando. Es que esa especie de metrónomo me marcaba en mi corazón los latidos fuertes y contundentes que sus manos frías provocaban en mi cuerpo.
Cuando regresó me manifestó que nuestra relación se encontraba a una distancia imposible de recorrer y qué literalmente,  todo lo nuestro iba a perderse a el Triángulo de las Bermudas. Le dije que yo me sentía una estrella en el cielo del Cabo Polonio cuando estaba a su lado, único y acompañado.
Me miró, y con sus labios besó mi mejilla. En su cuello enroscó una bufanda de lana, se subió a su bici mientras el viento me dejaba su último aroma sabor vainilla y manzanilla. Ese fue su adiós, así se despidió. Hoy no me queda otra que pegar quizás, o encadenar las palabras, una con otra y esperar a que en su pasaporte aparezca mi nombre. O a qué en su mochila quede algún espacio para mi.
Donde estarán aquellos ojos, aquellas risas y aquellas anécdotas con algo de ficción surrealista. Las busco en el galpón, o debajo de la cama y no encuentro nada.
Quizás ella se fue tan lejos que perdió el sentido de orientación, o ahora que lo pienso...¿tendrá pilas su brújula?